Adiós a Darwin

Alberto Sáenz Enríquez

Parte I

martes, 29 de diciembre de 2009

Se concluye ya el año que se ha dedicado a conmemorar el 200 aniversario del natalicio de Charles Darwin y el 150 de la publicación de la obra fundamental de su teoría evolutiva: "El origen de las especies".

Charles Darwin fue un científico honesto y un ejemplar investigador. Sus teorías las propuso como tales y no como hechos incontrovertibles que ni en su tiempo, ni hoy día, se han podido demostrar, ni se demostrarán nunca.

Él no tuvo la menor responsabilidad en la conducta de sus seguidores, como Ernst Haeckel, quien llegó a alterar imágenes de embriones humanos para ilustrar su teoría filo-ontogenética, que sostenía que el desarrollo embrionario recapitulaba la historia evolutiva de los organismos.

O en la de Dawson, que llegó a ensamblar un cráneo humano a una mandíbula de simio, adosando al ensamblaje sulfuros y sales potásicas para aparentar antigüedad, con lo cual engañó a legos y expertos por cerca de medio siglo.

Darwin tampoco fue culpable de los insultos que Richard Dawkins profirió contra los no-evolucionistas; ni del extravío, voluntario o no, de los supuestos originales de vaciados en yeso del "sinantropos pekinensis" de Davidson Black; ni del fraude del "pithecantropos erectus", en que Dubois adosó la calota de un orangután a una tibia humana a 20 metros de distancia y en cuyo yacimiento se encontraron restos absolutamente humanos, ocultando el hecho hasta poco antes de su muerte.

Tampoco es responsable de la obstinación de sus seguidores actuales, que niegan validez a los descubrimientos en biología molecular que demuelen sus argumentos; o de los enfrentamientos entre Johanson y Leaky sobre las pretensiones de cada uno de que sus fósiles son los legítimos ancestros del "homo sapiens". Tanto el "zinjántropo" del segundo (como "Lucy"), como los otros restos del primero, no han sido sino 100 por ciento de monos.

A Darwin debe recordársele, no por ser el autor de una teoría caduca en Biología, como lo son el geocentrismo en Astronomía, el éter en Física o el flogisto en Química, sino por su honestidad y su acucioso sentido de la observación, por errados caminos a los que lo llevaron estas sanas directrices.

Las primeras observaciones del gran naturista se centraron en los abedules londinenses, que al ennegrecerse por el humo de las fábricas, cambiaron el color de las mariposas que se posaban en ellos. Cuando Darwin era un niño y no abundaban esas factorías, las mariposas marrón dominaban en dichos parajes, mas en su edad adulta, éstas parecieron desaparecer y las negras dominaron.
La existencia actual de las mismas mariposas en sus diferentes variedades de color dan cuenta de que esto no era ninguna evolución, sino que permanecían las variedades más oscuras, porque las más claras se hacían visibles a los pájaros, ya que los troncos eran ennegrecidos por el hollín fabril.

Darwin observaba también cómo los granjeros solían producir especímenes de cerdos cada vez más gordos, apareando por generaciones a los más robustos; y ovejas cada vez más lanadas, aislando para su apareamiento a las que tenían esa característica.

Todos conocemos la gran variedad que hay de perros, gatos, caballos y razas humanas y cómo se acentúan los rasgos por generaciones, aislando a las que tienen características semejantes, hasta alcanzar el límite de sus vectores hereditarios.

A esto los genetistas, a partir de las leyes hereditarias descubiertas por Gregor Mendel, le llamaron el "gene pool", pila genética, es decir, el caudal hereditario que sólo llega a hacerse manifiesto al agotarse las variedades implícitas en cada especie, por el repetido aumento de genes recesivos, por generaciones sucesivas o en otras tantas por hibridaciones ya naturales o controladas.

Darwin no conoció nada sobre leyes de la herencia y no supo sobre la irradiación del caudal genético de cada especie, por lo que extrapoló sus observaciones hacia una evolución que implicaba la transformación de una especie en otra.

A él le pareció muy razonable –y a sus seguidores hasta la fecha también– que si un lobo puede diversificarse a través del tiempo desde un San Bernardo hasta un Chihuahua, del mismo modo un pez podría transformarse en batracio, éste en reptil, y posteriormente sería un ave o un mamífero; de igual manera un simio podría convertirse en un ser humano.

Pero Darwin no alcanzó a comprender –y aún hoy los mismos darwinistas no comprenden– el abismo que existe entre la irradiación del caudal genético de cada especie y el salto de una especie a otra; cuestión que ningún genetista de ayer u hoy tienen elementos para explicar (Continúa en "Adiós a Darwin. Parte II).

 

Parte II

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Desde Anaximandro de Halicarnaso, seis siglos a.C., hasta Juan Bautista Lamarck, en el siglo XVIII, ya se había pensado en un proceso evolutivo, pero sólo Lamarck había propuesto un mecanismo biológico para explicarlo, que para él era la herencia de caracteres adquiridos por adaptación a los cambios del medio.

Todavía se enseña a los niños que en alguna parte de África las selvas se transformaron en sabanas y los monos tuvieron que adaptarse al medio, acomodando sus manos inferiores al suelo –ya no al ramaje–.

Se vieron obligados a erguir la columna vertebral y caminar en postura erecta, lo cual a su vez obligó a las neuronas a multiplicarse por la necesidad de vivir en mayor alerta. Así debieron abombar la calota y perder las crestas craneales, modificar el foramen mágnum en ángulo recto y no agudo, para ensamblar con las vértebras cervicales, y de una manera más rara todavía, tuvieron que modificar el coito dorsal en frontal, para poder reproducirse.

Pero esto es anticientífico, pues las adaptaciones somáticas de una generación no pasan nunca información a los códigos genéticos que permanecen inmutables, a menos que sean desprogramados por radioactividad o agentes capaces de penetrar el núcleo de la célula para alterar su información.

En cambio, el mecanismo propuesto por Darwin, o sea, la selección natural, es operable perfectamente para explicar modificaciones o acentuaciones del caudal genético dentro de una misma especie, pero jamás podría explicar el paso de una especie a otra.

A principios del siglo XX, Thomas Hunt Morgan y Hugo de Vries estudiaron el fenómeno de las mutaciones con generaciones de moscas y otros organismos, y dejaron en claro que éstas jamás incrementan o enriquecen el caudal genético. Al aparecer, estas mutaciones sólo producen aberraciones o monstruosidades y ninguna selección podría partir de éstas para evolucionar en una especie.

Los neodarwinistas que han hablado de "monstruos esperanzadores" o de "equilibrios punteados" de mutaciones al azar, inventan mitos de ciencia-ficción, pero la biología experimental no puede apoyarlos.

Un pez tiene dos cámaras en su corazón, un batracio tres; un pez recibe el sonido a través de su piel y un batracio tiene tímpano; el pez tiene lengua fija, el batracio extensible; los peces no parpadean, los anfibios lo hacen mediante una membrana que pasa por los ojos para limpiarlos y que el pez no necesita.

En cuanto a la respiración, hay algunos peces pulmonados que en el resto de su organismo nada tienen que ver con los batracios, como han habido aves dentadas que en todo lo demás son aves normales, o mamíferos ovíparos que en el resto de sus características son mamíferos. Si se tratara de especies de transición ésta se daría en toda su anatomía y fisiología y no en rasgos aislados.
Peces y anfibios ponen sus huevos en el agua y son fertilizados externamente, en cambio, los de reptiles y aves tienen un cascarón y el macho fertiliza a la hembra antes de poner sus huevos. Esto implica otro tipo de órganos sexuales y otro tipo de instintos.

Además, dentro del cascarón se deben desarrollar unas membranas especializadas: el amnios, que retiene el fluido en el cual crece el embrión, y el alantoides, que almacena los detritus y tiene vasos sanguíneos que recogen oxígeno del exterior y lo conducen al embrión.

Los detritus son expelidos mediante la urea en peces y anfibios y mediante el ácido úrico en los reptiles y vuelven a ser expelidos en la urea en mamíferos. Los reptiles entierran sus huevos, las aves normalmente los empollan, aquí procede también una modificación de los instintos.

Ya al llegar al paso de reptiles a aves y mamíferos, encontramos que los reptiles tienen una temperatura variable, mientras que aves y mamíferos tienen su propia temperatura sanguínea (son homeotermos), hasta ahora no hay quién explique cómo puede ocasionarse un salto biológico de esta magnitud.

El sistema respiratorio de las aves es totalmente diferente al reptiliano y al de cualquier otro animal. Posee bolsas o sacos para la circulación del aire unidireccionalmente de forma opuesta la circulación de la sangre, lo que hace que el cuerpo del pájaro nunca se sobrecaliente al volar.

¿Y quién va a explicar por selección natural el conocimiento innato que tienen las anguilas europeas de las corrientes oceánicas para atravesar el Atlántico, desovar en Las Bermudas, morir y lograr que sus crías repitan la travesía y regresen a los ríos o arroyos de sus progenitores? ¿O el conocimiento innato que tienen de las constelaciones las aves para hacer sus migraciones durante la noche, como lo demostró el doctor Sauer en el planetario de Bremen?

No puedo prolongar esto, pero las objeciones se multiplican en serología comparada, en la ausencia de fósiles intermedios y en profundos estudios de embriología comparada, pero la objeción genética es la definitiva, al no existir mutaciones favorables que den cuenta de cómo la selección natural pueda permitir el paso de una especie en otra.

Darwin no soñó siquiera que la biología moderna, con el conocimiento del ADN, iba a emparentar con la informática, pues hoy sabemos que tenemos entre 200 y 500 mil millones de células, cada una de ellas miles de veces más compleja que los más perfectos ordenadores fabricados por el hombre.

Sabemos también que estos organismos microscópicos y todos los demás organismos biológicos son sistemas de complejidad irreductible, o sea que no se pueden reducir a algo distinto o menor de lo que son: todas las partes de un organismo biológico funcionan de tal modo y sincrónicamente que si una no opera debidamente, se altera la función del todo.

Un sistema de audición en que estuvieran evolucionando el martillo, el yunque y el estribo, nunca hubiera servido de nada: o todo el sistema trabaja perfectamente desde el principio o no funcionaría.

Los evolucionistas lucubraron que la mandíbula de múltiples huesos del reptil se vio transformada en los huesecillos del oído del mamífero y sólo uno quedó en el maxilar, a lo que Emile Guyenot objetó que el pobre animal intermedio no podría masticar ni oír.

Del mismo modo, entre un reptil y un ave la transformación de extremidades en alas dejaría en medio unas membranas que ni permitirían volar ni correr. Si Darwin propuso que el eje de la evolución es la supervivencia de los más aptos, todos los ineptos intermedios –de haberlos habido– habrían dado al traste con cualquier evolución.

Por otra parte, argüir que los cambios de una especie a otra fueron de golpe y porrazo no es ciencia, es mitología.

En este 2009, Stephen C. Meyer, biólogo, geólogo, químico y filósofo de la ciencia, acaba de publicar "ADN Signature in the cell", obra en la cual agota todos los argumentos materialistas que pretenden explicar la informática del ADN como imposibles de explicarse en un panorama de ensayo-error de la naturaleza, sino sólo como obra de un diseño de Inteligencia Infinita.

Adiós Darwin, adiós para siempre adiós, aunque tus émulos pretendan revivir a tu momia eternamente. Adiós ya, al finalizar este año, para permitir que luzca la estrella de paz del Único que merece ser recordado siempre y nos ha legado una enseñanza sin error ni falacia.